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Yo también soy víctima de Violencia obstétrica

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Vivimos en un sistema patriarcal que hace un uso utilitarista de la mujer, sobre protegiéndola a lo largo del embarazo, y liberándola a la soledad una vez realizada su función: llevar una nueva criatura al mundo

Apenas había pasado un mes desde que parí cuando leía este artículo de la Clara Blanchar. Me sentí profundamente identificada con el relato que hacía de los tabúes del primer mes de postparto. Me hizo pensar. Y decidí que, una vez me recuperara de mi parto, escribiría mi experiencia. Lo he intentado más de una vez, pero han tenido que pasar 9 meses para tener suficientes fuerzas como para mirar dentro de mí y romper esta página en blanco. Como madre, periodista y feminista, estoy convencida que explicando nuestras experiencias luchamos contra la invisibilitzación de la maternidad. 

Lo reconozco: a pesar de creer que durante los casi 9 meses de embarazo me había informado bastante para afrontar el parto y posparto de

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manera respetada, ignoraba completamente las hostilidades a las cuales nos exponemos muchas mujeres una vez somos madres. Pero, ¿por qué motivo se esconden estas sombras? ¿Cómo puede ser que el embarazo cuente con un seguimiento riguroso de la salud de la mujer y, en cambio, el sistema de salud público nos abandone habiendo parido? ¿Por qué se nos estigmatizan a las mujeres que denunciamos la violencia obstétrica? 

La presión social y la continua idealización tanto de la maternidad como del posparto también ponen obstáculos a todas aquellas mujeres que nos hacemos preguntas cómo estas para sacar la maternidad real del armario, como dice la compañera Esther Vivas. Vivimos en un sistema patriarcal que hace un uso utilitarista de la mujer, sobreprotegiéndola desmesuradamente a lo largo del embarazo, y liberándola a la soledad una vez realizada su función: llevar una nueva criatura al mundo.

Me han cuestionado mi deseo de un parto respetado, la lactancia materna, los juguetes e incluso el color –rosa— del chupete de mi hijo

Mientras tanto, para hacerlo más fácil, los amigos, la familia, los vecinos e, incluso, la gente que no te conoce de nada, se otorga la legitimidad de pasar la línea roja de la intimidad y juzgarlo todo. Sí, todo. Me han cuestionado mi deseo de un parto respetado, el tiempo que quiero dedicar a mi hijo, la lactancia materna, los juguetes sin estigmas ni género, e incluso el color —rosa— del chupete de mi hijo. Todo el mundo conoce mejor que tú, tu propio hijo. Resulta agotador tener que justificarlo a pesar de sentirse constantemente examinada, y cuando rechazamos este tratamiento de condescendencia se nos mira mal. Por eso, con este texto me quiero sumar a todas aquellas valientes que denuncian sentirse invisibilizadas y haber sido maltratadas al parto. Sí, la violencia obstétrica existe y yo también soy víctima. 

Y empiezo con dos verdades capitales: tan cierto es que la vida de la *Eki le debemos, en buena parte, al buen trabajo de los profesionales de neonatos del Hospital de San Pablo —agradecimiento eterno a la sanidad pública—; como que el nuestro no fue un parto respetado. Y lo explico. El *Eki nació, después de un dulce embarazo, el mayo pasado en el Hospital de Santo Pablo. Ingresé de urgencias un viernes por la noche a causa del que se conoce como “rotura espontánea de bolsa a término”. Después de luchar por un parto natural respetado, con sufrimiento fetal e infección de placenta —posiblemente provocada por una intervención médica excesiva, con un alto número de tactos—, me sacaron el hijo del vientre un domingo por la noche, 40 horas después. Y dique que me lo sacaron porque la decisión de la cesárea del equipo médico se impuso a mi voluntad, y a pesar de la preparación por un parto natural, fui incapaz de defender mis derechos a causa del deterioro físico y psicológico.

A lo largo de las 40 horas me hicieron más de 15 tactos, que por cierto, no constan en la Historia Clínica que he solicitado. A parte, vía vaginal, también me practicaron cuatro pruebas para coger una muestra de pH del jefe de nuestro hijo que, finalmente, determinó la pérdida de bienestar fetal. Este exceso de intervención ha provocado que 9 meses después del parto todavía tenga secuelas en el sol pélvico. Y no solo esto. Cómo les pasa a muchas mujeres, también me provocó un rechazo hacia mi sexualidad. Recientemente he abierto un expediente a una de las comadronas que, en dos ocasiones y sin consentimiento, introdujo sus dedos por mi cuello del útero practicando el que se conoce como la maniobra de Hamilton: un tacto en qué, provocando un dolor insoportable, giraba los dedos para desprender las membranas de la bolsa amniótica, y así, acelerar el proceso de parte. Lo denuncio porque no es no. Y porque sí, me agredieron en uno de los momentos más importantes de mi vida. 

Los hospitales anteponen sus necesidades a las recomendaciones de los organismos de la salud

El caso es que, según datos del Instituto Nacional de la Salud y Excelencia (NICE), la rotura de bolsa precoz pasa solo en alrededor del 8% y el 10% de los partos, y ante esto, hay dos opciones: esperar hasta que el parto empiece por sí suele —de hecho, del 60% al 95% de las mujeres lo hacen *24h después, motivo por el cual esta misma fuente recomienda no inducirlo antes de este plazo— o, por el contrario, inducirlo. Nuestro deseo era no intervenir el parto, pero el equipo médico del Hospital de Santo Pablo nos dijo que su protocolo contemplaba la intervención 12 horas después de la rotura de bolsa. Conseguimos alargar este plazo 4 horas más, pero no fue suficiente. Y, como sospechaba, esta decisión hizo que el parto culminara con cesárea e infección neonatal. Aprovecho para recordar que según el Instituto Nacional de Estadística, en 2018, del número global de partes en la Estado Español y en Cataluña, el 26,23% y 28,6%, respectivamente, fueron por cesárea. La Organización Mundial de la Salud (OMS) aprecio que la tasa ideal de cesáreas no tendría que superar entre el 10% y el 15%. Un golpe más, los protocolos de los hospitales anteponen sus necesidades a las recomendaciones de los organismos de la salud, abriendo la puerta de este modo a la vulneración de los derechos de las mujeres. 

Bien, la primera semana de vida de nuestro hijo —rodeado de cables y sondas— estuvo marcada por inacabables días al *UCIN. De repente, vivimos en una burbuja donde no podíamos diferenciar los días de las noches. Una realidad por la cual, sorprendentemente, nadie nos preparó. No ya en los cursos preparto, que no dedican ninguna sesión a la posibilidad de acabar en una unidad de neonatos, sino durante el eterno parto, cuando era fácilmente deducible que teníamos muchas probabilidades que acabáramos allá —según Gemma *Ginovart, Directora de la Unidad de Neonatología del Hospital de Santo Pablo, el 15% de los nacimientos acaba a la unidad de neonatos—. 

Recuerdo que, una vez tenía a nuestro hijo encima, con el cuerpo y el coro rotos, me perseguía una pregunta: hasta qué punto hubiéramos podido evitar ese desenlace? Pero no me quería torturar, después de tantas horas y con el dolor intenso de las contracciones que me provocaba la inducción de oxitocina, fuimos incapaces de parar la medicalización a la qué nos indujeron. Y dique que fuimos incapaces porque, a pesar del sufrimiento, si de algo estoy orgullosa es de la conexión y apoyo indestructible con mi pareja. Los que me conocen saben que soy fuerte y perseverante. Pero aquellos días caí. Y cuando los profesionales de Santo Pablo nos dijeron que la salud de nuestro hijo dependía de una cesárea, perdimos la batalla. Tanto es así que, con la situación de vulnerabilidad en la cual me encontraba, no puedo entender que me impidieran estar acompañada durante la intervención. El acompañamiento no puede depender del tipo de parte, principalmente porque es mucho más necesario cuando este se complica y tiene que acabar con una cesárea de urgencia. Me faltan palabras para explicar el dolor que me provocan estos recuerdos.

El filtraje que determina la depresión posparto y que da acceso a la atención psicológica implica que insinúes que te planteas sacarte la vida

Siempre he pensado que con el nacimiento de nuestro hijo murió una parte de mí y nació otra. Y 9 meses después sigo trabajando para reconciliarme conmigo misma. Lo hago por mi cuenta porque, a causa de los recortes de la sanidad pública, el filtraje que determina la depresión posparto y que, por lo tanto, da acceso a la atención psicológica al posparto, implica que insinúes en una maceta que te planteas quitarte la vida. Las vivencias de parte y posparto son bestias para todo el mundo, y hace falta que la sanidad pública acompañe con apoyo psicológico esta etapa de vital necesidad. Personalmente, intento tatuarme en el coro, todavía sin éxito, las palabras de una psiquiatra de neonatos: “la cicatriz es una medalla para las mujeres”. Pero, todo y el romanticismo de aquellas palabras, a estas alturas soy incapaz de mirar mi cicatriz sin que me provoque un dolor profundo. 

Y porque ninguna mujer más vea sus derechos agredidos, acabo con un doble llamamiento. La primera, a las madres. Expresémonos. No permitimos que nuestras vivencias sean silenciadas. Hacerlas públicas nos hace más fuertes. Y la segunda, al feminismo. Abordamos, también, esta cuestión. Ahora más que nunca, hace falta que los feminismos combatan el decalaje entre los discursos favorables a los partos respetados y el intervencionismo que vivimos en los hospitales.

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